martes, 7 de enero de 2014

Sobre el derecho a decidir


[Una vieja entrada publicada en el Nickjournal el 21 de octubre de 2007, rescatada del cajón para 2014]
 
A Gengis Kant

Hay cosas que suenan bien en política. El ‘derecho a decidir’ es una de ellas. Es un eufemismo, como todos sabemos, pero un eufemismo muy eficaz. Por comparación hablar crudamente de secesión resulta una torpeza imperdonable. Cuando el lehendakari Ibarretxe repite una y otra vez que los vascos (y las vascas) tienen el derecho a decidir su futuro sabe muy bien lo que hace, está utilizando una estrategia retóricamente muy efectiva: ¿acaso no tienen las personas derecho a decidir por sí mismas? Por lo pronto se ha amparado bajo la sombra de la libertad, lo que no es baladí, porque todos valoramos la libertad de elección y nos gusta poder tomar las decisiones que afectan a nuestra vida, incluso las triviales, en lugar de que otros elijan por nosotros. La idea de que sean otros los que decidan por nosotros nos parece opresiva, en el mejor de los casos una forma de paternalismo difícilmente tolerable por un adulto que aspira a dirigir su propia vida. De entrada ya coloca a quien deniega la libertad de elección en una posición incómoda, pero no es todo. Pues no se presenta como una aspiración más o menos discutible, sino como un derecho. Y si es un derecho no es cosa negociable, de más o de menos, y coloca a los demás bajo la obligación de respetarlo, o de no interferir con su ejercicio. De ahí la presunción de que quien no reconoce, o impide, ese derecho a decidir comete una flagrante injusticia.

Y aún hay más. El derecho a decidir del que hablamos sólo puede ejercerse de forma colectiva y evoca con ello el principio democrático. Pues sea cual sea la formulación que demos a dicho principio, su núcleo es que la titularidad última del poder corresponde al conjunto de los ciudadanos considerado como cuerpo político, por lo que tienen el derecho a decidir sobre los aspectos fundamentales del orden político, bien directamente o por medio de representantes elegidos por ellos. Por eso los portavoces nacionalistas presentan el derecho a decidir como una exigencia democrática elemental, algo tan obvio que no vale la pena discutir. Y otros muchos, que no se consideran nacionalistas, parecen bien dispuestos a aceptar que el derecho a decidir presenta credenciales democráticas impecables, de modo que sobre quien se opone al ejercicio de tal derecho recae la sospecha de que lo hace por razones dudosamente democráticas. No es de extrañar que, una vez puesto sobre la mesa, el derecho a decidir resulte una formidable baza en el juego político, cuya eficacia retórica no habría que minusvalorar. Es pura dinamita como argumento: o se nos concede el derecho a decidir o aquí no hay una verdadera democracia. Así de simple y contundente.

Y de engañoso, como tantas cosas simples y contundentes. La verosimilitud del argumento comienza a cuartearse apenas nos preguntamos quién es el sujeto de ese derecho. Porque no se reclama para el conjunto de los ciudadanos, sino para una parte de ellos, un subconjunto territorialmente localizado. Aquí se abre una seria divergencia entre los defensores nacionalistas del derecho a decidir y los no nacionalistas. Los nacionalistas creen que el mundo se divide en naciones, realmente ven las líneas de puntos en el paisaje social, y adscriben a esas naciones la autodeterminación como un derecho inalienable. Las complejidades de lo real no les arredran, creen fervientemente en la existencia de un pueblo distinto y consideran que ese pueblo es el demos titular de la soberanía, perdón, del derecho a decidir. En realidad, para ellos el derecho a decidir se refiere a un ámbito de decisión ya predeterminado, la nación, y su admisión es ya un éxito nada trivial: el reconocimiento de que existe una nación soberana, la suya, nítidamente diferenciada del Estado. Quienes defienden el derecho por razones no nacionalistas, por “pura lógica democrática” dicen a veces, lo tienen más complicado. En ausencia de la fe nacionalista en un pueblo diferente (del resto de los ciudadanos del Estado), no parece tan claro cómo determinar a quiénes corresponde ejercer ese derecho y a quiénes no. Podemos cortar por lo sano y conceder que cualquier colectivo de ciudadanos podría exigirlo. Si un orden democrático se asienta sobre el consentimiento libre de los ciudadanos, entonces cualquier grupo de ciudadanos podría reivindicar el derecho a ser consultado al respecto y retirar su consentimiento, sin necesidad de suscribir la parafernalia nacionalista. Pero cabe sospechar que este radicalismo democrático sería una continua fuente de inestabilidad y haría poco menos que imposible el normal funcionamiento de las instituciones democráticas bajo la permanente amenaza de fragmentación. El derecho a decidir se traduciría en el poder de veto de ciertas minorías frente a las decisiones de la mayoría, dado que mayorías y minorías cambian según se modifique el marco territorial.

Cuando se habla de democracia conviene no olvidar que hay diversos tipos y que la nuestra es una democracia constitucional, como es norma en la Unión Europea o Norteamérica. Y que en tal régimen político los ciudadanos no tienen derecho a decidir sobre cualquier cosa, en cualquier momento o por cualquier mayoría. Precisamente, las cuestiones fundamentales del orden constitucional se sustraen al juego de las mayorías, al debate político ordinario y a la lucha partidista. Recogidas en la Constitución, los principios y normas fundamentales del orden político suelen estar protegidos por procedimientos de reforma costosos, que exigen mayorías supercualificadas. El derecho a decidir no es sencillamente ilimitado, sino que está sometido a la ley y, sobre todo, a la Constitución como ley fundamental.

Nada de esto impresiona mucho a los defensores del derecho a decidir, quienes replican que una Constitución verdaderamente democrática no puede ser un obstáculo para el ejercicio del derecho democrático a decidir. Es el mismo argumento cargado con material altamente explosivo: si la Constitución no permite el derecho a decidir, entonces no es democrática. Lo que sucede es que este planteamiento ignora el sentido mismo de una democracia constitucional, lo que no es de extrañar viendo quienes son los que proclaman el derecho a decidir. Porque el ‘espíritu’ de una Constitución, al que Gengis Kant hacía mención el otro día en esta casa, está en fijar límites al poder, a cualquier poder, incluso al que ejercen los ciudadanos en tanto que cuerpo político unos sobre otros, con objeto de asegurar las condiciones para una vida social en libertad. De esa forma, por ejemplo, los derechos y libertades fundamentales, así como la igualdad entre los ciudadanos, deben quedar protegidos frente a las decisiones de la mayoría, por amplia que ésta sea. Aunque suene paradójico, debemos restringir nuestras elecciones para garantizar nuestra libertad.

También para esto tienen respuesta los defensores del derecho a decidir, quienes nos aseguran que el derecho a decidir deberá ejercerse con escrupuloso respeto por los derechos y libertades de los ciudadanos, por supuesto. Sólo que no me convence la respuesta. De forma blanda e indolora, el derecho a decidir en realidad representa un asunto muy serio en una sociedad democrática, pues se invoca para cambiar el marco político y alterar la composición del demos. Nadie lo ha dicho mejor que Stéphane Dion, el promotor de la política de la claridad y actual líder de la oposición liberal en Canadá, cuando señaló que no hay cuestión más grave que la decisión de convertir a nuestros conciudadanos en extranjeros. Para que pasen a ser como alemanes en Mallorca, digamos. Por tanto, afecta dramáticamente a los fundamentos mismos de la relación entre ciudadanos, puesto que algunos, pongamos una mayoría local, se arrogan el derecho a alterar la condición de ciudadanos de los otros, decidiendo sobre sus derechos y libertades y cambiando su situación ante las instituciones políticas. Y esto son palabras mayores, que atañen a los fundamentos del orden constitucional y a la condición misma de ciudadano.
Hay otras cosas que decir sobre el supuesto derecho a decidir, pero hay una que no se me puede olvidar. Cuando el Parlamento de Vitoria discutió por primera vez el derecho de autodeterminación el 15 de febrero de 1990, el portavoz socialista que argumentó en contra de la moción fue Fernando Buesa. Y Buesa fue asesinado años después por Eta. No podemos olvidar que en la España democrática hay pistoleros que matan en nombre del derecho a decidir del pueblo vasco y personas que han sido asesinadas por sostener la opinión contraria. ¿Derecho a decidir con pistolas de por medio? No estamos en Canadá.


domingo, 8 de febrero de 2009

Apuntes sobre lenguas (I)



La comunicación. Sucedió en un congreso internacional de hace muchos años en Sevilla, uno de los primeros a los que acudí con una comunicación. Organizado por una asociación internacional, con asistentes de diversos países europeos y un cierto contingente de americanos, del norte y del sur, las lenguas de trabajo eran tres: el inglés, el francés y el español; el último por deferencia a la ciudad que los acogía, pero también por el interés de la asociación, que trataba de incorporar nuevos socios y extenderse a Latinoamérica. Si no recuerdo mal, fue en una de las últimas tandas de comunicaciones de la tarde: el penúltimo comunicante, un joven investigador de Portugal, pidió permiso al público para dar su charla en portugués, pues pensaba que hablando pausadamente lo entenderíamos mejor que en su mal inglés y así lo hizo. Cerraba la sesión un profesor catalán que se acogió de inmediato al precedente del portugués. Aunque tenía previsto hacerlo en castellano, si se permitían excepciones, él prefería hacer su exposición en catalán. Y a ello se puso. Algunas personas del público, mayoritariamente local, se levantaron en seguida, otros fueron saliendo después, mientras el comunicante proseguía imperturbable su exposición. Cuando concluyó, en la sala quedábamos tres o cuatro personas. No sé si también permanecieron sentados, como yo, por timidez o por un sentido de la cortesía mal entendido. Quizá alguno se enteró de la comunicación.
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La falacia. En el pleno del Congreso del 9 de marzo de 2005, en respuesta a las preguntas de los portavoces del PNV y de ERC, el presidente del gobierno se mostró partidario de realizar cambios en el reglamento de la Cámara con objeto de permitir el uso del catalán, el euskera o el gallego. Fiel a su estilo, Rodríguez Zapatero defendió que el cambio debía contar con el mayor consenso posible y añadió que “las lenguas están para entenderse, no para dividir ni confrontar”. Suena bien, pero es un ejemplo claro de lo que se conoce como falacia de composición, que consiste en atribuir al conjunto (en este caso, las lenguas en plural) lo que se predica de sus elementos (cada lengua). Por parafrasear a Russell, del hecho de que cada español tenga madre no se sigue que haya una madre de todos los españoles. Obviamente, cada lengua sirve para que sus hablantes se entiendan entre sí, pero que existan distintas lenguas no facilita la comunicación de sus respectivos hablantes, antes bien representa una seria barrera. Por lo demás, el presidente no sólo jugó con la polisemia del verbo “entender”, sino que el final de su frase viene a ser como si afirmara que el teléfono debería servir para unir a las personas y no para crear discordia entre ellas.
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Redes.
¿Para qué serviría un teléfono si nadie más lo tuviera? La utilidad de una lengua es como la de la red telefónica: es más útil cuanta más gente la usa. Pero a diferencia del teléfono o de las carreteras no se colapsa porque la utilicen muchos usuarios. Al contrario, el número de usuarios no resta atractivo a la red, sino que lo incrementa. Networks externalities lo llaman los economistas.
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El pin.
Dice Laponce que las lenguas pueden usarse como un pin, esas insignias que se ponen en la ropa como adorno. No puedo evitar pensar en esos locutores de radio que saludan con “Egunon”, “Bon dia”, “Agur”, seguramente las únicas palabras que conocen en vasco o catalán. Pero también los países se ponen pin y a veces se los cuelgan en la Constitución. La de Irlanda, sin ir más lejos, también llamada Bunreacht na hÉireann, declara en su artículo 8 que “el idioma irlandés, como lengua nacional, es el primer idioma nacional”, para añadir a continuación que el inglés será la segunda lengua oficial. No deja de ser curioso porque, según explica Conor Cruise O’Brien, la Constitución se elaboró y redactó en inglés antes de traducirse al gaélico-irlandés, de modo que la traducción prevalece sobre el original. Sin embargo, la segunda lengua es la que emplean abrumadoramente los irlandeses en su vida cotidiana y los políticos en el Parlamento.
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¿Debemos aprender chino?
Más de una vez se ha dicho en el nickjournal que deberíamos ponernos a aprender chino o que el chino es la lengua del futuro. Como todo el mundo sabe, es difícil hacer predicciones, sobre todo del futuro (tan vasto), pero en este caso hay poco riesgo: la lengua del futuro previsible es el inglés, como demuestra el hecho de que es el idioma que la gente está aprendiendo o quiere que sus niños aprendan como segunda lengua, si no la tienen como primera, en todo el mundo. ¿Por qué entonces nos invitan a aprender mandarín estándar? Quienes lo hacen están pensando que se trata del grupo de hablantes nativos más numeroso que existe (1). Su razonamiento sería el siguiente: cuantos más hablantes tiene una lengua, mayor es su valor comunicativo; las personas no aprenden otras lenguas al tuntún, sino atendiendo a las oportunidades de comunicación que ofrecen; luego, siendo el chino el idioma que cuenta con más hablantes, es la lengua que deberíamos aprender. También me he encontrado con quien usa este argumento para darle la vuelta, como una suerte de reducción al absurdo: como es obvio que la gente no se ha puesto a aprender chino, eso demuestra que el valor comunicativo no es lo que más importa en las lenguas. Me parece que en ambos casos hay una idea confusa del valor comunicativo de una lengua.
Es indudable que una red extensa, con muchos usuarios, ofrece mayores posibilidades de comunicación que otra de menor tamaño. Pero si hacemos caso al sociólogo holandés De Swaan, habría que considerar, además de la extensión, otra dimensión de la red: su centralidad. Ésta depende de lo bien comunicada que esté con otras redes, a través de hablantes bilingües o multilingües. Una lengua X será más central cuando más hablantes de otras lenguas la conozcan, permitiendo que los usuarios de esas redes menores (digamos los miembros de Galeusca) se comuniquen entre sí por medio de X. Si el valor comunicativo de una lengua es el resultado de multiplicar los dos factores (extensión y centralidad), entonces no cabe duda de que la posición del inglés, el idioma hipercentral de nuestro tiempo, no admite comparación con el chino: aunque éste doble al inglés en número de hablantes nativos, se calcula que hay más personas aprendiendo o hablando inglés como segunda o tercera lengua en todo el mundo que hablantes nativos tiene el chino. Con ello no quiero disuadir a nadie de aprender chino, una lengua cuyo valor se incrementará por obvias razones demográficas y por el peso cada vez mayor de China en la economía mundial, pero que está muy lejos de desbancar al inglés como lingua franca internacional. De hecho, todos los chinos que están aprendiendo inglés no hacen otra cosa que reforzar esta supremacía.

(1) Obviando, por cierto, que el mandarín estándar bien puede considerarse también una lingua franca para los hablantes de diferentes dialectos/lenguas; de hecho putonghua (como se le denomina en la China continental) significa eso: lengua común.

domingo, 1 de febrero de 2009

No nos confundamos


El retrato de Friedrich Wilhelm Joseph Schelling que hace Benjamin Constant en sus diarios no es precisamente halagador:

"¡Finalmente he conocido a Schelling! No me agradaban sus obras, pero me agrada mucho menos su persona. Jamás un hombre me causó una impresión tan desagradable. Es un señor pequeño, con la nariz parada, la mirada fija, dura y alerta, la sonrisa amarga, la voz seca, que habla poco y escucha con una atención que no halaga en absoluto y que tiene cierta analogía con la animosidad. En una palabra, alguien que por su carácter transmite plenamente la idea de una persona malvada; y, por su espíritu, una mezcla de fatuidad francesa y metafísica alemana".

(Diario íntimo, Coín, Alfama, 2008, p. 45)

Tampoco Arthur Schopenhauer tenía mejor concepto del pensamiento del antiguo compañero de Hölderlin y Hegel en el seminario de Tubinga, aunque no salga tan malparado como el propio Hegel, al que tildaba de "repugnante charlatán sin talento e incomparable garabateador de disparates":

"He ahí, pues, el origen de ese método filosófico que hizo irrupción inmediatamente después de la doctrina de Kant, consistente en mistificar, avasallar, engañar, deslumbrar con falsas apariencias y hablar frivolidades, y cuya época será algún día conocida en la historia de la filosofía como 'período de la mala fe'. Pues la honestidad de investigar algo junto con el lector, que tanto había caracterizado a los escritos de todas las filosofías anteriores, brilla aquí por su ausencia; el filosofastro de esta era no se propone enseñar a lector, sino deslumbrarlo; cada página da fe de ello. Como héroes de esta época destacan Fichte y Schelling, y por último el tosco e insípido charlatán Hegel, indigno incluso de ellos y muy inferior a su talento. El coro lo formaron luego los más variados profesores de filosofía, que se dedicaron, con el ceño fruncido, a entretener a su público con historias sobre el infinito, el absoluto y un sinfín de cosas más sobre las que no podían tener la menor idea".

(El arte de insultar, Madrid, Alianza, 2005, p. 109)

Por fortuna, hay otros Schelling, incluso le han dado el Nobel de economía a uno.






domingo, 4 de enero de 2009

Ignorancia en política



Publicado en el Nickjournal arcadiano
viernes 28 de septiembre de 2007












Años antes de que Anthony Downs hablara de la “ignorancia racional”, Schumpeter planteó la cuestión de forma deliberadamente provocativa. Un ciudadano corriente, dejó escrito en Capitalismo, socialismo y democracia, “invierte menos esfuerzo disciplinado en dominar un problema político que en una partida de bridge”. ¿No es una completa exageración? Veamos los argumentos y juzguen ustedes.

Observarán que el economista austriaco habla de “inversión”, lo que nos remite a los costes y beneficios que supone llegar a dominar un problema político. Esa es la línea argumental habitual para explicar por qué es racional ser ignorante en política: ¿cuáles serían los incentivos de un ciudadano para adquirir un conocimiento serio de los problemas políticos del país y formarse un juicio bien meditado sobre ellos? Un estudio concienzudo de los múltiples asuntos públicos requiere atención y tiempo, mucho más del que empleamos en la somera lectura del periódico con el café de la mañana. Cuanto mayor es el caudal de información disponible, que hoy es ciertamente abrumador, precisamente porque resulta más accesible que nunca, más tiempo necesitaremos para cribarla, analizarla y extraer conclusiones relevantes; sin mencionar que la atención a los detalles y technicalities suele ser ardua o que el seguimiento de los problemas exige cierta constancia. Pero además se trata de la inversión en un bien público, pues si con su opinión y con su voto el ciudadano bien informado promueve mejores políticas, los efectos de éstas beneficiarán al conjunto de los ciudadanos, estén o no bien informados. De forma que nuestro ciudadano bien informado correrá individualmente con los costes de informarse bien, mientras que los posibles beneficios se extenderán al conjunto de la sociedad y sólo participara de ellos como uno más. Con todo, más importante aún es otra cosa: cuál es la probabilidad de que el voto de nuestro ciudadano bien informado sea decisivo a la hora de determinar la mejor política, teniendo en cuenta que el peso de su voto se diluirá conforme aumente el cuerpo electoral. En unas elecciones generales como las que se aproximan, la probabilidad de que un voto bien meditado e informado llegue a marcar la diferencia en el resultado electoral es prácticamente cero. En definitiva, dado que su aportación viene a ser insignificante y no cambiará las cosas, no es una inversión atractiva y el ciudadano corriente carecerá de aliciente para ir más allá de una información superficial y barata.

Naturalmente, hay excepciones a lo dicho conocidas por todos. Son aquellas personas que pueden obtener un beneficio personal directo de su conocimiento de los asuntos públicos, como políticos profesionales, periodistas, agentes de grupos de interés o científicos sociales, que consiguen gracias a ello poder, dinero y prestigio. Para el resto, como sugiere Mancur Olson, la información sólo valdrá la pena en la medida en que resulte amena y entretenida, lo que explica no pocas cosas acerca de los medios de comunicación y la extensión del infotainement. No deberíamos sorprendernos, en consecuencia, por el hecho de que los escándalos sexuales, hechos asombrosos y noticias de interés humano consigan mayor atención informativa que los intrincados análisis de la política económica o los detalles técnicos de una reforma legal. Estamos avisados por autores como Olson de que, si la información ha de ser una forma de entretenimiento, tal será el rasero a la hora de decidir qué es noticia.

A nadie se le escapa una consecuencia importante de todo esto: la desinformación convierte a los ciudadanos en presa fácil de las estrategias propagandísticas de líderes, partidos, o grupos de interés o idealistas, o de las informaciones sesgadas y adulteradas que presentan en defensa de sus puntos de vista. Nada nuevo. Sin embargo, un autor como Schumpeter nos invita a dar un paso más y considerar la raíz del problema: si las técnicas persuasivas, como la repetición constante de los mensajes, o la apelación a impresiones y factores extrarracionales, funcionan en política es, en gran medida, porque el ciudadano corriente tiene aquí “la impresión de moverse en un mundo ficticio”, donde su sentido de la realidad se ve atenuado, cuando no se desvanece. Ahí está el contraste que el austriaco ve con los asuntos que están bajo nuestra observación personal, con independencia de lo que diga el periódico, y que afectan directamente a nuestra vida, familia, trabajo, negocios, amigos o cualesquiera intereses y actividades que tengamos. En los asuntos que nos conciernen personalmente, por lo general, tenemos en cuenta los hechos y desarrollamos un sentido de la responsabilidad, que viene dado por la relación directa entre nuestras acciones y sus consecuencias. Ése es el gran problema para Schumpeter: si en su quehacer profesional o sus negocios el ciudadano se somete a las exigencias de la realidad y de la responsabilidad por las consecuencias de sus actos, tal disciplina se relaja o se pierde por completo cuando se ocupa de las cuestiones políticas que no guardan relación directa con sus actividades. Las consecuencias aquí se vuelven inciertas, remotas, o se difuminan socialmente, y el juicio se vuelve liviano en una atmósfera sin gravedad. Incluso en los asuntos locales, que están más a su alcance, el ciudadano muestra “una capacidad limitada para discernir los hechos, una disposición limitada para actuar de acuerdo con ellos y un sentido limitado de la responsabilidad”.

Justamente esas limitaciones son las que explican, a su juicio, que el ciudadano típico lo haga peor cuando discute sobre problemas políticos que cuando juega al bridge, donde al menos encuentra una tarea bien definida, un propósito claro y reglas precisas a las que debe ajustarse. Por lo demás, Schumpeter piensa que para la mayoría de nosotros la discusión sobre los asuntos políticos no ocupa un lugar muy distinto del pasatiempo frívolo: “Normalmente, las grandes cuestiones políticas comparten su lugar, en la economía espiritual del ciudadano típico, con aquellos intereses de las horas de asueto que no han alcanzado el rango de aficiones y con los temas de conversación irresponsable”. Por eso, retrocedemos “a un nivel inferior de prestación mental” cuando abandonamos nuestras actividades serias para interesarnos por los asuntos políticos del día.

El diagnóstico de Schumpeter no es muy alentador ni edificante. La ignorancia del ciudadano o su falta de juicio en cuestiones políticas, que no distingue entre personas instruidas o no, hunde sus raíces en la misma naturaleza humana y no se soluciona con información abundante, como hemos visto. Y es un asunto de indudable importancia, porque la calidad de la política democrática depende de la existencia de un cuerpo electoral bien informado, responsable y exigente. Pero tal vez no deberíamos preocuparnos demasiado por las pegas de aguafiestas como Schumpeter u Olson, pues nos disponemos a probar un nuevo remedio contra los males que describen: una horita semanal de Educación para la ciudadanía.

(Escrito por Schelling)

El general y la akrasia




Publicado en el Nickjournal arcadiano
viernes 27 de julio de 2007


Si han leído La fiesta del chivo, seguramente recordarán al general José René Román Fernández, Pupo para los amigos, uno de los personaje centrales de la novela. Jefe de las fuerzas armadas dominicanas y casado con una sobrina del dictador, forma parte de la conspiración para acabar con el régimen de Trujillo : cuando el grupo de emboscados haya asesinado a tiros al tirano, con la condición de que le muestren el cadáver, el general se ha comprometido a movilizar inmediatamente al ejército y hacerse con el control del país, descabezando a la policía secreta, el temible SIM, y deteniendo a los parientes de Trujillo. Para ello, durante meses ha ido colocando discretamente a hombres de confianza en los puestos de mando importantes, de modo que todo esté preparado cuando llegue el día, y cuenta con el visto bueno de los norteamericanos para presidir la junta cívico-militar que se hará con el poder. Sin embargo, cuando le llega la noticia del atentado el general Román no hace lo que tenía planeado, a lo largo de una noche en la que inexplicablemente deja pasar una tras otra las oportunidades que se le presentan de llevar a cabo su plan, arruinando las perspectivas de éxito de la conspiración y condenando a una muerte atroz a los conspiradores, entre los que se encuentra. Como cuenta Vargas Llosa: “Desde ese momento, y en todos los minutos y horas siguientes, tiempo en el que se decidió su suerte, la de su familia, la de los conjurados y, a fin de cuentas, la de la República Dominicana, el general José René Román supo siempre, con total lucidez, lo que debía hacer. ¿Por qué hizo exactamente lo contrario?”. Ésa es la pregunta que, de acuerdo con el relato, no dejará de atormentar al general durante los meses que dura su agonía en las mazmorras del SIM, sometido a las interminables sesiones de tortura que dirige personalmente el vesánico Ramfis, hijo mayor de Trujillo (1).

La descripción de la conducta del general Román que hace el novelista es un perfecto ejemplo de lo que los griegos denominaron akrasia (que unos escriben con tilde y otros sin ella) y que ha recibido después distintas denominaciones: debilidad de la voluntad, incontinencia, o incluso debilidad moral, entre otras. Creo recordar que Gengis Kant aludió alguna vez al asunto, pues se trata de un fenómeno curioso, ciertamente esquivo y un tanto paradójico, del que seguramente la gran mayoría de nosotros tiene constancia directa por su propia experiencia, pero que algunos filósofos desde Platón han negado por imposible o, al menos, han considerado problemático. Para quitarle el aire trágico del personaje de Pupo Román, podemos pensar en toda clase de ejemplos cotidianos acerca de aplazar tareas, el tabaco, el alcohol, las dietas, hacer ejercicio, los juegos de azar, las drogas, el sexo y hasta la televisión. Pensemos en el fumador que, consciente de los riesgos que comporta el tabaquismo, ha tomado la firme resolución de dejar de fumar y, a continuación, acepta el primer cigarrillo que le ofrecen; o en el nick que sabe que debería apagar de una vez el ordenador, porque es tarde y mañana tendrá que levantarse pronto para trabajar, pero sigue con la página del nickjournal abierta, leyendo y escribiendo comentarios hasta las tantas. En tales casos decimos que el agente actúa mal a sabiendas o, como diría un filósofo contemporáneo, que actúa intencionalmente contra su mejor juicio, todas las cosas consideradas (2). El agente conoce las alternativas que tiene a su disposición (fumar o no fumar, apagar el ordenador o seguir con el nickjournal), sabe qué es lo mejor que puede hacer y, sin embargo, hace lo que él mismo -no otro- considera peor. También en la literatura desde antiguo encontramos buenas ilustraciones al respecto y seguramente la fórmula clásica está en Ovidio: “Video meliora proboque, deteriora sequor” (Las metamorfosis, VII, 20), de la que se harán eco San Pablo o Bocaccio entre otros.

Es fácil comprender por qué la debilidad de la voluntad resulta incómoda para ciertos filósofos, particularmente para los racionalistas que equiparan la virtud con el conocimiento del bien. De hecho, Sócrates atribuía al vulgo la opinión según la cual “muchos que conocen lo mejor no quieren ponerlo en práctica, aunque les sería posible, sino que actúan de otro modo” (Protágoras, 532d) (3). Pero esa opinión era sencillamente un error para el ateniense: puestos a elegir entre bienes y males, cómo elegiríamos un bien frente a un mal, o un bien menor frente a un bien mayor, o un mal mayor frente a un mal menor. La única explicación plausible para Sócrates es que cometamos un error de cálculo o de apreciación en las magnitudes de bienes y males; es decir, sólo por un defecto de conocimiento podemos obrar mal. Nos convenza o no el modo en que Platón, por boca de Sócrates, rechaza que sea posible la debilidad de la voluntad, su discusión recoge dos rasgos que han fijado la imagen popular del comportamiento akrático: por un lado, el akratés es arrastrado por placeres o pasiones, que vencen a la razón; por otro, a menudo se ve aquejado por cierta miopía intertemporal, de modo que sobrevalora la gratificación inmediata a expensas de una recompensa futura mayor.

Sin embargo, no tenemos por qué limitar el fenómeno de la debilidad de la voluntad a los estrechos márgenes de esa visión tradicional excesivamente moralizadora del “caer en la tentación”, donde los placeres aparecen del lado malo y enfrentados a la razón, el sentido del deber o simplemente lo correcto. En realidad, nada impide pensar en situaciones en las que consideramos que lo mejor sería disfrutar del placer del momento, del que nos privamos por una obligación absurda; o nos atenemos con gran molestia a una regla de cortesía mientras pensamos que lo mejor sería hacer caso omiso de ella. La definición de Davidson a la que me referí antes permite precisamente esa ampliación del punto de vista sobre la debilidad de la voluntad, pues se limita a señalar la divergencia entre la conducta del agente y el juicio comparativo del propio agente, sin prejuzgar el carácter de las razones a favor de las alternativas de acción en conflicto.

En el caso del general, su conducta akrática no encaja en el molde tradicional, pues ni el placer ni la pasión interfieren con sus planes; más bien se ve atrapado por los hilos invisibles de las apariencias y expectativas de quien está inmerso en el círculo familiar del tirano. Por cierto, que el mismo Vargas Llosa toma al final la debilidad de la voluntad del general por indecisión, lo que pone de manifiesto lo elusivo de la akrasía, tan fácil de confundir con otras formas de irracionalidad. Pero el problema de Román no es que vacile entre diversas opciones sin llegar a decidirse, o que una vez tomada la decisión vuelva a reconsiderarla. No, el general adopta una decisión, se compromete con los otros conspiradores y en ningún momento se echa para atrás o piensa que se equivocó, ni reabre el caso para considerar nuevas razones que lo llevarían a actuar de otro modo. Simplemente es incapaz de poner en práctica su decisión, aún sabiendo que es lo mejor que puede hacer en tales circunstancias. Lo dramático es que no tiene más alternativa, pues sabe con total seguridad que, si no actúa, los trujillistas averiguarán más pronto que tarde que es uno de los conspiradores y que entonces no podrá esperar piedad alguna, ni para él ni para su familia. Pero deja pasar la noche del atentado sin tomar las medidas que tenía planeadas y cuando hace algún tímido intento ya es tarde.

(Escrito por schelling)
Notas
(1) Me limito a los hechos tal y como los cuenta Mario Vargas Llosa en la novela. Una versión diferente del papel del general Román en la conspiración puede leerse aquí.
(2) Donald Davidson, “¿Cómo es posible la debilidad de la voluntad?”, en Ensayos sobre acciones y sucesos, Crítica/UNAM, Barcelona, 1994.
(3) Cito al Sócrates de los diálogos platónicos, pues no he podido consultar las Obras completas del mismo Sócrates o los diálogos de Platón con Sócrates, de los que he tenido noticia por Carlos Menem e Ignacio Ramonet respectivamente Como disculpa sólo puedo alegar que he buscado en vano alguna traducción en Amazon.

lunes, 22 de diciembre de 2008

El aplauso más largo



Publicado en el Nickjournal arcadiano
viernes 25 de mayo de 2007
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La discusión sobre el estalinismo que inició Jacobiano (“Guido Rossa y el juicio contra el comunismo”) me recordó la anécdota. Tenía el recuerdo vago de haberla leído en alguna parte hasta que la encontré de nuevo en Koba el Temible. Martin Amis recoge la versión de la anécdota que da Alexander Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag, recientemente reeditada. En ambos libros uno puede encontrar el más amplio muestrario de los incontables horrores del estalinismo: la policía secreta, las delaciones, las ejecuciones, las torturas, el miedo permanente, los campos de trabajo, las hambrunas, las purgas, el Terror. Sin embargo, los detalles de tales horrores que se acumulan terminan por desdibujarse y se pierden al cabo del tiempo, mientras que, por alguna razón, esa anécdota permanece intacta como una perfecta estampa de la tiranía. Se la cuento.
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Sucedió en los años treinta, los años del Terror. Había tenido lugar la conferencia del partido en la provincia de Moscú en la que había sido elegido un nuevo secretario, pues el anterior había sido detenido. Como era habitual, la conferencia se clausuró con un homenaje a Stalin. En la sociedad soviética y dentro del mismo partido se había implantado el culto a la personalidad del gran líder y era de todos conocida la afición de Stalin por los homenajes, verdaderamente insaciable. A modo de tributo, los asistentes se pusieron en pie y prorrumpieron en una cerrada ovación. Las salvas de aplausos dedicadas al camarada secretario general siempre eran estruendosas, según recogían rutinariamente las actas, y cada vez más prolongadas, toda vez que los miembros del partido tenían buenas razones para exhibir públicamente su entusiasmo. Con todo, alcanzado el punto álgido, la ovación comenzaba rápidamente a languidecer, algunos dejaban de aplaudir y las palmas decrecían en ritmo e intensidad hasta que por fin cesaban las últimas. Esta vez pasaron dos, tres minutos, pero los aplausos no disminuían. Todo el mundo era observado por los demás y nadie quería mostrar menos celo y devoción que otros. Según cuenta Solzhenitsyn, a los cinco o seis minutos algunos de los más viejos empezaron a mostrar signos de fatiga, pero las palmas seguían batiendo atronadoras en la sala. El entusiasmo fingido daba paso a una tensa y penosa espera. Es fácil imaginar qué largos tuvieron que parecer los minutos de aquella ovación interminable. Pasados diez minutos, algunos desfallecían ya, sin saber qué hacer, mientras esperaban en vano que otros dejaran de aplaudir. Porque nadie quería ser el primero en hacerlo ante la atenta mirada de los agentes de la NKVD. Finalmente el agotamiento pudo más. El director de una fábrica local de papel fue el primero que dejó de aplaudir y se sentó; a continuación, otros siguieron su ejemplo, algunos incluso se desmoronaron exhaustos. Al día siguiente, el director de la fábrica fue detenido, acusado de diversos delitos y condenado a diez años de prisión.

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¿Por qué la gente aplaude a un tirano? Naturalmente, por miedo. Como explica John Kekes a propósito de Robespierre: “Pero el miedo era la principal razón por la que la gente lo seguía. Como nadie estaba a salvo, muchos se apresuraban a demostrar con palabras y hechos que eran leales, entusiastas seguidores. Robespierre ejercía su poder sobre la vida y muerte tan arbitrariamente como Hitler, Stalin o Mao. La arbitrariedad es la clave del terror: si no hay reglas, justificaciones o razones, entonces todo el mundo está en peligro. Las personas sólo pueden tratar de minimizar el riesgo superando a los demás, siendo más obedientes o más leales. Los dictadores lo saben y esto explica muchas de las “manifestaciones espontáneas” y de la adulación pública que extraen de la gente que está a su merced”.
Pero hay algo más. Kolakowski se pregunta por qué no hubo ninguna resistencia cuando las purgas asolaron el partido en los años treinta. Al fin y al cabo, el público de nuestra sala no estaba formado por simples ciudadanos soviéticos, sino por militantes y cuadros del partido, bolcheviques endurecidos por la guerra civil y la represión. Parte de la respuesta es que el poder absoluto redujo el partido, igual que el conjunto de la población, a una colección de individuos aislados, que competían entre sí por mostrar mayor fervor y lealtad. Pero no es el miedo la única causa de la parálisis. Todos ellos habían participado en la violencia masiva desatada contra su propia población y habían aprobado las ejecuciones, las farsas judiciales o que los jefes del partido decidieran quién era el enemigo en cada momento. Cuando les llegó su turno, qué podían invocar. Como dijo un viejo bolchevique por toda respuesta: “Estábamos hasta los codos de sangre”. Y no deberíamos olvidar que la sangre sirve muy bien como cemento ideológico. El crimen une, crea complicidades y no suele tener marcha atrás. Más aún, cuando se ha ido tan lejos, cometiendo toda clase de atrocidades, la causa debe ser grande, excepcional. Debe estar a la altura de la sangre derramada, aunque así deje a sus seguidores en una completa indefensión.

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En un reciente artículo sobre “La desnaturalización del aplauso” en Letras Libres (mayo 2003, pp. 88-90), dice Luigi Amara: “Cuenta la leyenda que el aplauso más largo de la historia se registró en un concierto de Luciano Pavarotti y que alcanzó los seis minutos”. De ser así, el mayor aplauso de la historia se le tributó en realidad a uno de los peores tiranos de la historia y duró once larguísimos minutos. No deja de ser una broma cruel.


(Escrito por Schelling)

La subasta del euro





Publicado en el Nickjournal arcadiano
miércoles 2 de mayo de 2007

¿Cuánto pagarían por un euro? ¿Sólo un euro, como mucho? Aunque no lo crean, las personas pueden llegar a pagar por un euro mucho más de un euro. ¿Cómo es posible que alguien en sus cabales haga una cosa así? Para demostrárselo les invito a participar en un juego que presentó Martin Shubik en un artículo de 1971, aunque él manejaba la moneda estadounidense y lo bautizó la subasta del dólar. El tipo de divisa es lo de menos.
Imagínense que en una reunión de nicks se abre la subasta de un euro. Como en cualquier subasta, los participantes pujan y aquel que haga la puja más elevada se lleva el bien subastado, en nuestro caso el euro. Por supuesto, la expectativa de cada uno de los participantes es conseguir el euro pagando lo menos posible; naturalmente, una cifra que esté por debajo del euro. De lo contrario, menudo negocio. Pero esta subasta es especial, no sólo por la extravagancia de que el bien subastado sea dinero, sino por una regla poco habitual: si en toda subasta paga quien hace la puja más alta, y se lleva su premio, en ésta también ha de pagar al subastador el que hizo la segunda mejor oferta, eso sí, sin llevarse nada a cambio. Esta regla adicional tiene un claro impacto sobre la dinámica del juego, del que los jugadores suelen darse cuenta conforme transcurre el juego.
Para que el juego arranque hacen falta las dos primeras ofertas, después marchará solo. Shubik probó su juego en diversas fiestas y reuniones sociales, cuando la gente está animada y es poco propensa a calcular con detalle… hasta que el juego se ha iniciado. ¿Quién no estaría dispuesto a comprar un euro por unos pocos céntimos? Por probar no pasa nada. Un euro por 10 o 15 céntimos es una ganga. Según van pujando, y elevando el precio del euro, los participantes van entendiendo que se han metido en una pequeña encerrona: si mi puja de 30 céntimos ha sido sobrepasada por una de 35, debo subir a 40 para no perder los 30 por nada; pero mi oponente piensa exactamente lo mismo, por lo que subirá a 45. Como explica Lászlo Mérö, hay una frontera psicológica en torno a los 50 céntimos, cuando ya es evidente que la subasta no era tan buen negocio, pero aún creen los jugadores que pueden ganar algo. Fíjense en que los participantes suben sus apuestas para ganar, como es normal en cualquier competición, pero también para no perder. Y a medida que siguen pujando el posible beneficio va disminuyendo, mientras aumenta la cantidad que podrían perder. Por eso, el momento crítico se produce en el umbral de los 98 ó 99 céntimos, porque a partir de ese momento ya sólo se juega para no perder: si ofrezco 1 euro por el euro y mi oponente abandona, al menos no perderé nada. Pero, por su parte, mi oponente tendrá que elegir entre perder los 98 euros que ofreció o bien subir hasta 101, y perder sólo un céntimo. A partir de ese momento, seguirán pujando únicamente para minimizar sus pérdidas, ofreciendo por un euro más de lo que vale, sin dejar de aumentar en cada ronda de ofertas y contraofertas las pérdidas respectivas.
Según la experiencia de Shubik en sus experimentos informales, el dólar se vendía de promedio a unos 3 ó 4 dólares. Pero se cuentan anécdotas de gente que ha llegado a pagar hasta 20 dólares, incluso en ocasiones la subasta se detuvo porque alguno de los jugadores se quedó sin liquidez. ¿Un completo disparate? Seguramente. Pero no es menos cierto que el disparate se produce porque los participantes en la subasta actúan racionalmente. Ahí radica el indudable interés de la subasta: podemos encaminarnos al desastre no por nuestra mala cabeza, sino a través de una secuencia de pasos, cada uno de los cuales es perfectamente racional, dada la estructura de incentivos de la situación. Por eso, tengan cuidado cuando vean que compiten para no perder lo que han invertido en la competición, aunque quizá entonces sea demasiado tarde.
¿Un juego absurdo? Quiá. El jueguecito de Shubik es un sencillo modelo de cómo funciona la escalada en un conflicto. Si lo piensan, encontrarán aplicaciones de la subasta en toda clase de conflictos. La carrera armamentística durante la Guerra Fría era una subasta del dólar (o del rublo) entre las dos superpotencias. La misma administración Bush da que pensar en la subasta cuando invoca los sacrificios realizados en Iraq, de forma que habría que enviar más tropas para que tales sacrificios no hayan sido en vano. En fin, no faltan situaciones, laborales o políticas, incluso querellas conyugales, en las que nos precipitamos en una subasta del euro por no perder la cara o la reputación. A ver si otro día les cuento una anécdota del estalinismo que me la recuerda.
(Escrito por Schelling)