[Una vieja entrada publicada en el Nickjournal el 21 de octubre de 2007, rescatada del cajón para 2014]
A Gengis Kant

Y aún hay más. El derecho a decidir del que hablamos sólo puede
ejercerse de forma colectiva y evoca con ello el principio democrático. Pues
sea cual sea la formulación que demos a dicho principio, su núcleo es que la
titularidad última del poder corresponde al conjunto de los ciudadanos
considerado como cuerpo político, por lo que tienen el derecho a decidir sobre
los aspectos fundamentales del orden político, bien directamente o por medio de
representantes elegidos por ellos. Por eso los portavoces nacionalistas
presentan el derecho a decidir como una exigencia democrática elemental, algo
tan obvio que no vale la pena discutir. Y otros muchos, que no se consideran
nacionalistas, parecen bien dispuestos a aceptar que el derecho a decidir
presenta credenciales democráticas impecables, de modo que sobre quien se opone
al ejercicio de tal derecho recae la sospecha de que lo hace por razones
dudosamente democráticas. No es de extrañar que, una vez puesto sobre la mesa,
el derecho a decidir resulte una formidable baza en el juego político, cuya
eficacia retórica no habría que minusvalorar. Es pura dinamita como argumento:
o se nos concede el derecho a decidir o aquí no hay una verdadera democracia.
Así de simple y contundente.
Y de engañoso, como tantas cosas simples y contundentes. La
verosimilitud del argumento comienza a cuartearse apenas nos preguntamos quién
es el sujeto de ese derecho. Porque no se reclama para el conjunto de los
ciudadanos, sino para una parte de ellos, un subconjunto territorialmente
localizado. Aquí se abre una seria divergencia entre los defensores
nacionalistas del derecho a decidir y los no nacionalistas. Los nacionalistas
creen que el mundo se divide en naciones, realmente ven las líneas de puntos en
el paisaje social, y adscriben a esas naciones la autodeterminación como un
derecho inalienable. Las complejidades de lo real no les arredran, creen
fervientemente en la existencia de un pueblo distinto y consideran que ese
pueblo es el demos titular de la
soberanía, perdón, del derecho a decidir. En realidad, para ellos el derecho a
decidir se refiere a un ámbito de decisión ya predeterminado, la nación, y su
admisión es ya un éxito nada trivial: el reconocimiento de que existe una
nación soberana, la suya, nítidamente diferenciada del Estado. Quienes
defienden el derecho por razones no nacionalistas, por “pura lógica
democrática” dicen a veces, lo tienen más complicado. En ausencia de la fe
nacionalista en un pueblo diferente (del resto de los ciudadanos del Estado), no
parece tan claro cómo determinar a quiénes corresponde ejercer ese derecho y a
quiénes no. Podemos cortar por lo sano y conceder que cualquier colectivo de
ciudadanos podría exigirlo. Si un orden democrático se asienta sobre el
consentimiento libre de los ciudadanos, entonces cualquier grupo de ciudadanos
podría reivindicar el derecho a ser consultado al respecto y retirar su
consentimiento, sin necesidad de suscribir la parafernalia nacionalista. Pero
cabe sospechar que este radicalismo democrático sería una continua fuente de
inestabilidad y haría poco menos que imposible el normal funcionamiento de las
instituciones democráticas bajo la permanente amenaza de fragmentación. El
derecho a decidir se traduciría en el poder de veto de ciertas minorías frente
a las decisiones de la mayoría, dado que mayorías y minorías cambian según se
modifique el marco territorial.
•
Cuando se habla de democracia conviene no
olvidar que hay diversos tipos y que la nuestra es una democracia
constitucional, como es norma en la Unión Europea o Norteamérica. Y que en tal
régimen político los ciudadanos no tienen derecho a decidir sobre cualquier
cosa, en cualquier momento o por cualquier mayoría. Precisamente,
las cuestiones fundamentales del orden constitucional se sustraen al juego de
las mayorías, al debate político ordinario y a la lucha partidista. Recogidas
en la Constitución, los principios y normas fundamentales del orden político
suelen estar protegidos por procedimientos de reforma costosos, que exigen
mayorías supercualificadas. El derecho a decidir no es sencillamente ilimitado,
sino que está sometido a la ley y, sobre todo, a la Constitución como ley
fundamental.
Nada de esto impresiona mucho a los defensores del derecho a
decidir, quienes replican que una Constitución verdaderamente democrática no
puede ser un obstáculo para el ejercicio del derecho democrático a decidir. Es
el mismo argumento cargado con material altamente explosivo: si la Constitución
no permite el derecho a decidir, entonces no es democrática. Lo que sucede es
que este planteamiento ignora el sentido mismo de una democracia
constitucional, lo que no es de extrañar viendo quienes son los que proclaman
el derecho a decidir. Porque el ‘espíritu’ de una Constitución, al que Gengis
Kant hacía mención el otro día en esta casa, está en fijar límites al poder, a
cualquier poder, incluso al que ejercen los ciudadanos en tanto que cuerpo
político unos sobre otros, con objeto de asegurar las condiciones para una vida
social en libertad. De esa forma, por ejemplo, los derechos y libertades
fundamentales, así como la igualdad entre los ciudadanos, deben quedar
protegidos frente a las decisiones de la mayoría, por amplia que ésta sea.
Aunque suene paradójico, debemos restringir nuestras elecciones para garantizar
nuestra libertad.
También para esto tienen respuesta los defensores del derecho a
decidir, quienes nos aseguran que el derecho a decidir deberá ejercerse con
escrupuloso respeto por los derechos y libertades de los ciudadanos, por
supuesto. Sólo que no me convence la respuesta. De forma blanda e indolora, el
derecho a decidir en realidad representa un asunto muy serio en una sociedad
democrática, pues se invoca para cambiar el marco político y alterar la
composición del demos. Nadie lo ha
dicho mejor que Stéphane Dion, el promotor de la política de la claridad y
actual líder de la oposición liberal en Canadá, cuando señaló que no hay
cuestión más grave que la decisión de convertir a nuestros conciudadanos en
extranjeros. Para que pasen a ser como alemanes en Mallorca, digamos. Por
tanto, afecta dramáticamente a los fundamentos mismos de la relación entre
ciudadanos, puesto que algunos, pongamos una mayoría local, se arrogan el
derecho a alterar la condición de ciudadanos de los otros, decidiendo sobre sus
derechos y libertades y cambiando su situación ante las instituciones
políticas. Y esto son palabras mayores, que atañen a los fundamentos del orden
constitucional y a la condición misma de ciudadano.
•
Hay otras cosas que decir sobre el supuesto derecho a decidir,
pero hay una que no se me puede olvidar. Cuando el Parlamento de Vitoria
discutió por primera vez el derecho de autodeterminación el 15 de febrero de
1990, el portavoz socialista que argumentó en contra de la moción fue Fernando
Buesa. Y Buesa fue asesinado años después por Eta. No podemos olvidar que en la
España democrática hay pistoleros que matan en nombre del derecho a decidir del
pueblo vasco y personas que han sido asesinadas por sostener la opinión
contraria. ¿Derecho a decidir con pistolas de por medio? No estamos en Canadá.
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