Probando, probando
Un blog de retales
martes, 7 de enero de 2014
Sobre el derecho a decidir
domingo, 8 de febrero de 2009
Apuntes sobre lenguas (I)
Redes. ¿Para qué serviría un teléfono si nadie más lo tuviera? La utilidad de una lengua es como la de la red telefónica: es más útil cuanta más gente la usa. Pero a diferencia del teléfono o de las carreteras no se colapsa porque la utilicen muchos usuarios. Al contrario, el número de usuarios no resta atractivo a la red, sino que lo incrementa. Networks externalities lo llaman los economistas.
El pin. Dice Laponce que las lenguas pueden usarse como un pin, esas insignias que se ponen en la ropa como adorno. No puedo evitar pensar en esos locutores de radio que saludan con “Egunon”, “Bon dia”, “Agur”, seguramente las únicas palabras que conocen en vasco o catalán. Pero también los países se ponen pin y a veces se los cuelgan en
¿Debemos aprender chino? Más de una vez se ha dicho en el nickjournal que deberíamos ponernos a aprender chino o que el chino es la lengua del futuro. Como todo el mundo sabe, es difícil hacer predicciones, sobre todo del futuro (tan vasto), pero en este caso hay poco riesgo: la lengua del futuro previsible es el inglés, como demuestra el hecho de que es el idioma que la gente está aprendiendo o quiere que sus niños aprendan como segunda lengua, si no la tienen como primera, en todo el mundo. ¿Por qué entonces nos invitan a aprender mandarín estándar? Quienes lo hacen están pensando que se trata del grupo de hablantes nativos más numeroso que existe (1). Su razonamiento sería el siguiente: cuantos más hablantes tiene una lengua, mayor es su valor comunicativo; las personas no aprenden otras lenguas al tuntún, sino atendiendo a las oportunidades de comunicación que ofrecen; luego, siendo el chino el idioma que cuenta con más hablantes, es la lengua que deberíamos aprender. También me he encontrado con quien usa este argumento para darle la vuelta, como una suerte de reducción al absurdo: como es obvio que la gente no se ha puesto a aprender chino, eso demuestra que el valor comunicativo no es lo que más importa en las lenguas. Me parece que en ambos casos hay una idea confusa del valor comunicativo de una lengua.
domingo, 1 de febrero de 2009
No nos confundamos
"¡Finalmente he conocido a Schelling! No me agradaban sus obras, pero me agrada mucho menos su persona. Jamás un hombre me causó una impresión tan desagradable. Es un señor pequeño, con la nariz parada, la mirada fija, dura y alerta, la sonrisa amarga, la voz seca, que habla poco y escucha con una atención que no halaga en absoluto y que tiene cierta analogía con la animosidad. En una palabra, alguien que por su carácter transmite plenamente la idea de una persona malvada; y, por su espíritu, una mezcla de fatuidad francesa y metafísica alemana".
(Diario íntimo, Coín, Alfama, 2008, p. 45)
Tampoco Arthur Schopenhauer tenía mejor concepto del pensamiento del antiguo compañero de Hölderlin y Hegel en el seminario de Tubinga, aunque no salga tan malparado como el propio Hegel, al que tildaba de "repugnante charlatán sin talento e incomparable garabateador de disparates":
"He ahí, pues, el origen de ese método filosófico que hizo irrupción inmediatamente después de la doctrina de Kant, consistente en mistificar, avasallar, engañar, deslumbrar con falsas apariencias y hablar frivolidades, y cuya época será algún día conocida en la historia de la filosofía como 'período de la mala fe'. Pues la honestidad de investigar algo junto con el lector, que tanto había caracterizado a los escritos de todas las filosofías anteriores, brilla aquí por su ausencia; el filosofastro de esta era no se propone enseñar a lector, sino deslumbrarlo; cada página da fe de ello. Como héroes de esta época destacan Fichte y Schelling, y por último el tosco e insípido charlatán Hegel, indigno incluso de ellos y muy inferior a su talento. El coro lo formaron luego los más variados profesores de filosofía, que se dedicaron, con el ceño fruncido, a entretener a su público con historias sobre el infinito, el absoluto y un sinfín de cosas más sobre las que no podían tener la menor idea".
(El arte de insultar, Madrid, Alianza, 2005, p. 109)
Por fortuna, hay otros Schelling, incluso le han dado el Nobel de economía a uno.
domingo, 4 de enero de 2009
Ignorancia en política
viernes 28 de septiembre de 2007
Años antes de que Anthony Downs hablara de la “ignorancia racional”, Schumpeter planteó la cuestión de forma deliberadamente provocativa. Un ciudadano corriente, dejó escrito en Capitalismo, socialismo y democracia, “invierte menos esfuerzo disciplinado en dominar un problema político que en una partida de bridge”. ¿No es una completa exageración? Veamos los argumentos y juzguen ustedes.
Observarán que el economista austriaco habla de “inversión”, lo que nos remite a los costes y beneficios que supone llegar a dominar un problema político. Esa es la línea argumental habitual para explicar por qué es racional ser ignorante en política: ¿cuáles serían los incentivos de un ciudadano para adquirir un conocimiento serio de los problemas políticos del país y formarse un juicio bien meditado sobre ellos? Un estudio concienzudo de los múltiples asuntos públicos requiere atención y tiempo, mucho más del que empleamos en la somera lectura del periódico con el café de la mañana. Cuanto mayor es el caudal de información disponible, que hoy es ciertamente abrumador, precisamente porque resulta más accesible que nunca, más tiempo necesitaremos para cribarla, analizarla y extraer conclusiones relevantes; sin mencionar que la atención a los detalles y technicalities suele ser ardua o que el seguimiento de los problemas exige cierta constancia. Pero además se trata de la inversión en un bien público, pues si con su opinión y con su voto el ciudadano bien informado promueve mejores políticas, los efectos de éstas beneficiarán al conjunto de los ciudadanos, estén o no bien informados. De forma que nuestro ciudadano bien informado correrá individualmente con los costes de informarse bien, mientras que los posibles beneficios se extenderán al conjunto de la sociedad y sólo participara de ellos como uno más. Con todo, más importante aún es otra cosa: cuál es la probabilidad de que el voto de nuestro ciudadano bien informado sea decisivo a la hora de determinar la mejor política, teniendo en cuenta que el peso de su voto se diluirá conforme aumente el cuerpo electoral. En unas elecciones generales como las que se aproximan, la probabilidad de que un voto bien meditado e informado llegue a marcar la diferencia en el resultado electoral es prácticamente cero. En definitiva, dado que su aportación viene a ser insignificante y no cambiará las cosas, no es una inversión atractiva y el ciudadano corriente carecerá de aliciente para ir más allá de una información superficial y barata.
Naturalmente, hay excepciones a lo dicho conocidas por todos. Son aquellas personas que pueden obtener un beneficio personal directo de su conocimiento de los asuntos públicos, como políticos profesionales, periodistas, agentes de grupos de interés o científicos sociales, que consiguen gracias a ello poder, dinero y prestigio. Para el resto, como sugiere Mancur Olson, la información sólo valdrá la pena en la medida en que resulte amena y entretenida, lo que explica no pocas cosas acerca de los medios de comunicación y la extensión del infotainement. No deberíamos sorprendernos, en consecuencia, por el hecho de que los escándalos sexuales, hechos asombrosos y noticias de interés humano consigan mayor atención informativa que los intrincados análisis de la política económica o los detalles técnicos de una reforma legal. Estamos avisados por autores como Olson de que, si la información ha de ser una forma de entretenimiento, tal será el rasero a la hora de decidir qué es noticia.
A nadie se le escapa una consecuencia importante de todo esto: la desinformación convierte a los ciudadanos en presa fácil de las estrategias propagandísticas de líderes, partidos, o grupos de interés o idealistas, o de las informaciones sesgadas y adulteradas que presentan en defensa de sus puntos de vista. Nada nuevo. Sin embargo, un autor como Schumpeter nos invita a dar un paso más y considerar la raíz del problema: si las técnicas persuasivas, como la repetición constante de los mensajes, o la apelación a impresiones y factores extrarracionales, funcionan en política es, en gran medida, porque el ciudadano corriente tiene aquí “la impresión de moverse en un mundo ficticio”, donde su sentido de la realidad se ve atenuado, cuando no se desvanece. Ahí está el contraste que el austriaco ve con los asuntos que están bajo nuestra observación personal, con independencia de lo que diga el periódico, y que afectan directamente a nuestra vida, familia, trabajo, negocios, amigos o cualesquiera intereses y actividades que tengamos. En los asuntos que nos conciernen personalmente, por lo general, tenemos en cuenta los hechos y desarrollamos un sentido de la responsabilidad, que viene dado por la relación directa entre nuestras acciones y sus consecuencias. Ése es el gran problema para Schumpeter: si en su quehacer profesional o sus negocios el ciudadano se somete a las exigencias de la realidad y de la responsabilidad por las consecuencias de sus actos, tal disciplina se relaja o se pierde por completo cuando se ocupa de las cuestiones políticas que no guardan relación directa con sus actividades. Las consecuencias aquí se vuelven inciertas, remotas, o se difuminan socialmente, y el juicio se vuelve liviano en una atmósfera sin gravedad. Incluso en los asuntos locales, que están más a su alcance, el ciudadano muestra “una capacidad limitada para discernir los hechos, una disposición limitada para actuar de acuerdo con ellos y un sentido limitado de la responsabilidad”.
Justamente esas limitaciones son las que explican, a su juicio, que el ciudadano típico lo haga peor cuando discute sobre problemas políticos que cuando juega al bridge, donde al menos encuentra una tarea bien definida, un propósito claro y reglas precisas a las que debe ajustarse. Por lo demás, Schumpeter piensa que para la mayoría de nosotros la discusión sobre los asuntos políticos no ocupa un lugar muy distinto del pasatiempo frívolo: “Normalmente, las grandes cuestiones políticas comparten su lugar, en la economía espiritual del ciudadano típico, con aquellos intereses de las horas de asueto que no han alcanzado el rango de aficiones y con los temas de conversación irresponsable”. Por eso, retrocedemos “a un nivel inferior de prestación mental” cuando abandonamos nuestras actividades serias para interesarnos por los asuntos políticos del día.
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El diagnóstico de Schumpeter no es muy alentador ni edificante. La ignorancia del ciudadano o su falta de juicio en cuestiones políticas, que no distingue entre personas instruidas o no, hunde sus raíces en la misma naturaleza humana y no se soluciona con información abundante, como hemos visto. Y es un asunto de indudable importancia, porque la calidad de la política democrática depende de la existencia de un cuerpo electoral bien informado, responsable y exigente. Pero tal vez no deberíamos preocuparnos demasiado por las pegas de aguafiestas como Schumpeter u Olson, pues nos disponemos a probar un nuevo remedio contra los males que describen: una horita semanal de Educación para la ciudadanía.
(Escrito por Schelling)
El general y la akrasia
viernes 27 de julio de 2007
(2) Donald Davidson, “¿Cómo es posible la debilidad de la voluntad?”, en Ensayos sobre acciones y sucesos, Crítica/UNAM, Barcelona, 1994.
(3) Cito al Sócrates de los diálogos platónicos, pues no he podido consultar las Obras completas del mismo Sócrates o los diálogos de Platón con Sócrates, de los que he tenido noticia por Carlos Menem e Ignacio Ramonet respectivamente Como disculpa sólo puedo alegar que he buscado en vano alguna traducción en Amazon.
lunes, 22 de diciembre de 2008
El aplauso más largo
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¿Por qué la gente aplaude a un tirano? Naturalmente, por miedo. Como explica John Kekes a propósito de Robespierre: “Pero el miedo era la principal razón por la que la gente lo seguía. Como nadie estaba a salvo, muchos se apresuraban a demostrar con palabras y hechos que eran leales, entusiastas seguidores. Robespierre ejercía su poder sobre la vida y muerte tan arbitrariamente como Hitler, Stalin o Mao. La arbitrariedad es la clave del terror: si no hay reglas, justificaciones o razones, entonces todo el mundo está en peligro. Las personas sólo pueden tratar de minimizar el riesgo superando a los demás, siendo más obedientes o más leales. Los dictadores lo saben y esto explica muchas de las “manifestaciones espontáneas” y de la adulación pública que extraen de la gente que está a su merced”. Pero hay algo más. Kolakowski se pregunta por qué no hubo ninguna resistencia cuando las purgas asolaron el partido en los años treinta. Al fin y al cabo, el público de nuestra sala no estaba formado por simples ciudadanos soviéticos, sino por militantes y cuadros del partido, bolcheviques endurecidos por la guerra civil y la represión. Parte de la respuesta es que el poder absoluto redujo el partido, igual que el conjunto de la población, a una colección de individuos aislados, que competían entre sí por mostrar mayor fervor y lealtad. Pero no es el miedo la única causa de la parálisis. Todos ellos habían participado en la violencia masiva desatada contra su propia población y habían aprobado las ejecuciones, las farsas judiciales o que los jefes del partido decidieran quién era el enemigo en cada momento. Cuando les llegó su turno, qué podían invocar. Como dijo un viejo bolchevique por toda respuesta: “Estábamos hasta los codos de sangre”. Y no deberíamos olvidar que la sangre sirve muy bien como cemento ideológico. El crimen une, crea complicidades y no suele tener marcha atrás. Más aún, cuando se ha ido tan lejos, cometiendo toda clase de atrocidades, la causa debe ser grande, excepcional. Debe estar a la altura de la sangre derramada, aunque así deje a sus seguidores en una completa indefensión.