lunes, 22 de diciembre de 2008

El aplauso más largo



Publicado en el Nickjournal arcadiano
viernes 25 de mayo de 2007
..
.
.
. . . .
La discusión sobre el estalinismo que inició Jacobiano (“Guido Rossa y el juicio contra el comunismo”) me recordó la anécdota. Tenía el recuerdo vago de haberla leído en alguna parte hasta que la encontré de nuevo en Koba el Temible. Martin Amis recoge la versión de la anécdota que da Alexander Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag, recientemente reeditada. En ambos libros uno puede encontrar el más amplio muestrario de los incontables horrores del estalinismo: la policía secreta, las delaciones, las ejecuciones, las torturas, el miedo permanente, los campos de trabajo, las hambrunas, las purgas, el Terror. Sin embargo, los detalles de tales horrores que se acumulan terminan por desdibujarse y se pierden al cabo del tiempo, mientras que, por alguna razón, esa anécdota permanece intacta como una perfecta estampa de la tiranía. Se la cuento.
.


Sucedió en los años treinta, los años del Terror. Había tenido lugar la conferencia del partido en la provincia de Moscú en la que había sido elegido un nuevo secretario, pues el anterior había sido detenido. Como era habitual, la conferencia se clausuró con un homenaje a Stalin. En la sociedad soviética y dentro del mismo partido se había implantado el culto a la personalidad del gran líder y era de todos conocida la afición de Stalin por los homenajes, verdaderamente insaciable. A modo de tributo, los asistentes se pusieron en pie y prorrumpieron en una cerrada ovación. Las salvas de aplausos dedicadas al camarada secretario general siempre eran estruendosas, según recogían rutinariamente las actas, y cada vez más prolongadas, toda vez que los miembros del partido tenían buenas razones para exhibir públicamente su entusiasmo. Con todo, alcanzado el punto álgido, la ovación comenzaba rápidamente a languidecer, algunos dejaban de aplaudir y las palmas decrecían en ritmo e intensidad hasta que por fin cesaban las últimas. Esta vez pasaron dos, tres minutos, pero los aplausos no disminuían. Todo el mundo era observado por los demás y nadie quería mostrar menos celo y devoción que otros. Según cuenta Solzhenitsyn, a los cinco o seis minutos algunos de los más viejos empezaron a mostrar signos de fatiga, pero las palmas seguían batiendo atronadoras en la sala. El entusiasmo fingido daba paso a una tensa y penosa espera. Es fácil imaginar qué largos tuvieron que parecer los minutos de aquella ovación interminable. Pasados diez minutos, algunos desfallecían ya, sin saber qué hacer, mientras esperaban en vano que otros dejaran de aplaudir. Porque nadie quería ser el primero en hacerlo ante la atenta mirada de los agentes de la NKVD. Finalmente el agotamiento pudo más. El director de una fábrica local de papel fue el primero que dejó de aplaudir y se sentó; a continuación, otros siguieron su ejemplo, algunos incluso se desmoronaron exhaustos. Al día siguiente, el director de la fábrica fue detenido, acusado de diversos delitos y condenado a diez años de prisión.

.


¿Por qué la gente aplaude a un tirano? Naturalmente, por miedo. Como explica John Kekes a propósito de Robespierre: “Pero el miedo era la principal razón por la que la gente lo seguía. Como nadie estaba a salvo, muchos se apresuraban a demostrar con palabras y hechos que eran leales, entusiastas seguidores. Robespierre ejercía su poder sobre la vida y muerte tan arbitrariamente como Hitler, Stalin o Mao. La arbitrariedad es la clave del terror: si no hay reglas, justificaciones o razones, entonces todo el mundo está en peligro. Las personas sólo pueden tratar de minimizar el riesgo superando a los demás, siendo más obedientes o más leales. Los dictadores lo saben y esto explica muchas de las “manifestaciones espontáneas” y de la adulación pública que extraen de la gente que está a su merced”.
Pero hay algo más. Kolakowski se pregunta por qué no hubo ninguna resistencia cuando las purgas asolaron el partido en los años treinta. Al fin y al cabo, el público de nuestra sala no estaba formado por simples ciudadanos soviéticos, sino por militantes y cuadros del partido, bolcheviques endurecidos por la guerra civil y la represión. Parte de la respuesta es que el poder absoluto redujo el partido, igual que el conjunto de la población, a una colección de individuos aislados, que competían entre sí por mostrar mayor fervor y lealtad. Pero no es el miedo la única causa de la parálisis. Todos ellos habían participado en la violencia masiva desatada contra su propia población y habían aprobado las ejecuciones, las farsas judiciales o que los jefes del partido decidieran quién era el enemigo en cada momento. Cuando les llegó su turno, qué podían invocar. Como dijo un viejo bolchevique por toda respuesta: “Estábamos hasta los codos de sangre”. Y no deberíamos olvidar que la sangre sirve muy bien como cemento ideológico. El crimen une, crea complicidades y no suele tener marcha atrás. Más aún, cuando se ha ido tan lejos, cometiendo toda clase de atrocidades, la causa debe ser grande, excepcional. Debe estar a la altura de la sangre derramada, aunque así deje a sus seguidores en una completa indefensión.

.


En un reciente artículo sobre “La desnaturalización del aplauso” en Letras Libres (mayo 2003, pp. 88-90), dice Luigi Amara: “Cuenta la leyenda que el aplauso más largo de la historia se registró en un concierto de Luciano Pavarotti y que alcanzó los seis minutos”. De ser así, el mayor aplauso de la historia se le tributó en realidad a uno de los peores tiranos de la historia y duró once larguísimos minutos. No deja de ser una broma cruel.


(Escrito por Schelling)

La subasta del euro





Publicado en el Nickjournal arcadiano
miércoles 2 de mayo de 2007

¿Cuánto pagarían por un euro? ¿Sólo un euro, como mucho? Aunque no lo crean, las personas pueden llegar a pagar por un euro mucho más de un euro. ¿Cómo es posible que alguien en sus cabales haga una cosa así? Para demostrárselo les invito a participar en un juego que presentó Martin Shubik en un artículo de 1971, aunque él manejaba la moneda estadounidense y lo bautizó la subasta del dólar. El tipo de divisa es lo de menos.
Imagínense que en una reunión de nicks se abre la subasta de un euro. Como en cualquier subasta, los participantes pujan y aquel que haga la puja más elevada se lleva el bien subastado, en nuestro caso el euro. Por supuesto, la expectativa de cada uno de los participantes es conseguir el euro pagando lo menos posible; naturalmente, una cifra que esté por debajo del euro. De lo contrario, menudo negocio. Pero esta subasta es especial, no sólo por la extravagancia de que el bien subastado sea dinero, sino por una regla poco habitual: si en toda subasta paga quien hace la puja más alta, y se lleva su premio, en ésta también ha de pagar al subastador el que hizo la segunda mejor oferta, eso sí, sin llevarse nada a cambio. Esta regla adicional tiene un claro impacto sobre la dinámica del juego, del que los jugadores suelen darse cuenta conforme transcurre el juego.
Para que el juego arranque hacen falta las dos primeras ofertas, después marchará solo. Shubik probó su juego en diversas fiestas y reuniones sociales, cuando la gente está animada y es poco propensa a calcular con detalle… hasta que el juego se ha iniciado. ¿Quién no estaría dispuesto a comprar un euro por unos pocos céntimos? Por probar no pasa nada. Un euro por 10 o 15 céntimos es una ganga. Según van pujando, y elevando el precio del euro, los participantes van entendiendo que se han metido en una pequeña encerrona: si mi puja de 30 céntimos ha sido sobrepasada por una de 35, debo subir a 40 para no perder los 30 por nada; pero mi oponente piensa exactamente lo mismo, por lo que subirá a 45. Como explica Lászlo Mérö, hay una frontera psicológica en torno a los 50 céntimos, cuando ya es evidente que la subasta no era tan buen negocio, pero aún creen los jugadores que pueden ganar algo. Fíjense en que los participantes suben sus apuestas para ganar, como es normal en cualquier competición, pero también para no perder. Y a medida que siguen pujando el posible beneficio va disminuyendo, mientras aumenta la cantidad que podrían perder. Por eso, el momento crítico se produce en el umbral de los 98 ó 99 céntimos, porque a partir de ese momento ya sólo se juega para no perder: si ofrezco 1 euro por el euro y mi oponente abandona, al menos no perderé nada. Pero, por su parte, mi oponente tendrá que elegir entre perder los 98 euros que ofreció o bien subir hasta 101, y perder sólo un céntimo. A partir de ese momento, seguirán pujando únicamente para minimizar sus pérdidas, ofreciendo por un euro más de lo que vale, sin dejar de aumentar en cada ronda de ofertas y contraofertas las pérdidas respectivas.
Según la experiencia de Shubik en sus experimentos informales, el dólar se vendía de promedio a unos 3 ó 4 dólares. Pero se cuentan anécdotas de gente que ha llegado a pagar hasta 20 dólares, incluso en ocasiones la subasta se detuvo porque alguno de los jugadores se quedó sin liquidez. ¿Un completo disparate? Seguramente. Pero no es menos cierto que el disparate se produce porque los participantes en la subasta actúan racionalmente. Ahí radica el indudable interés de la subasta: podemos encaminarnos al desastre no por nuestra mala cabeza, sino a través de una secuencia de pasos, cada uno de los cuales es perfectamente racional, dada la estructura de incentivos de la situación. Por eso, tengan cuidado cuando vean que compiten para no perder lo que han invertido en la competición, aunque quizá entonces sea demasiado tarde.
¿Un juego absurdo? Quiá. El jueguecito de Shubik es un sencillo modelo de cómo funciona la escalada en un conflicto. Si lo piensan, encontrarán aplicaciones de la subasta en toda clase de conflictos. La carrera armamentística durante la Guerra Fría era una subasta del dólar (o del rublo) entre las dos superpotencias. La misma administración Bush da que pensar en la subasta cuando invoca los sacrificios realizados en Iraq, de forma que habría que enviar más tropas para que tales sacrificios no hayan sido en vano. En fin, no faltan situaciones, laborales o políticas, incluso querellas conyugales, en las que nos precipitamos en una subasta del euro por no perder la cara o la reputación. A ver si otro día les cuento una anécdota del estalinismo que me la recuerda.
(Escrito por Schelling)